La teología católica de las religiones se encuentra hoy ante una desconcertante y retadora encrucijada. Valiéndome de algunas de las categorías empleadas por H. R. Niebuhr en su obra Cristo y la cultura, intentaré determinar en estas reflexiones las etapas que se advierten en su evolución con el fin de hacer ver cómo dicha evolución ha llegado últimamente a un derrotero jamás sospechado hasta ahora o que no había sido tomado en cuenta con la seriedad que el tema merecía. Naturalmente, la cuestión fundamental es saber si esta encrucijada llevará a una renovación de la vida y praxis cristianas o a un progresivo callejón sin salida. Para responder a esta pregunta, concluyo sugiriendo que los teólogos católicos de las religiones adopten la metodología de la teología de la liberación. En mi opinión, lo que se necesita es una teología «liberacionista» de las religiones. Tanto la sugerencia como el estudio del estado de la cuestión solamente pueden presentarse aquí en forma esquemática, necesitando, por tanto, desarrollo y análisis ulteriores. La bibliografía ofrecida al final del trabajo muestra los lugares donde pueden encontrarse más fuentes básicas de información,
I. CRISTO CONTRA LAS RELIGIONES
Durante la mayor parte de la historia, la actitud del cristianismo hacia otras religiones ha sido hostil. Si bien muchos de los Padres primitivos de la Iglesia recomendaban encarecidamente adoptar un punto de vista positivo respecto a los no cristianos (por ejemplo, a través del Logos spermatikós), la valoración teológica más corriente de otras tradiciones desde, más o menos, el siglo V hasta el siglo XVI puede resumirse en la expresión, entendida casi literalmente, empleada por Orígenes y Cipriano: «Fuera de la Iglesia, no hay salvación». La insistencia de Agustín en la gratuidad de la gracia, en contra de Pelagio, vino a ponerse cada vez más en paralelismo con la escasez de la misma y su confinamiento dentro de la Iglesia (cf. IV Concilio de Letrán, 1215, y el de Florencia, 1442).
En la época del descubrimiento de América, gracias al Concilio de Trento y teólogos tales como Belarmino y Suárez, la actitud católica hacia los que se hallaban fuera de la Iglesia evolucionó de una perspectiva excluyente a otra incluyente: de un «fuera de la Iglesia» a un «sin la Iglesia» no hay salvación. Se reconoció la existencia de la gracia salvífica más allá de los límites visibles de la Iglesia; pero dicha gracia no podía actuar sin despertar, en las personas a quienes llegaba, un deseo implícito, subconsciente, de convertirse en miembro de la Iglesia. Tal punto de vista ha continuado hasta nuestro siglo, en que los teólogos han elaborado ingeniosas teorías sobre cómo una determinada persona podría ser verdadero miembro de la Iglesia, aunque lo fuera de una manera invisible o implícita, o se sintiera simplemente propenso a dicha pertenencia.
A pesar de ser más positivo el contenido de este modo de ver la cuestión, Cristo todavía aparecía contra las religiones; poquísimos teólogos se atrevieron, durante los últimos cinco siglos, a sugerir que la gracia, a disposición general, pudiera también ser otorgada a través de otras religiones.
II. CRISTO DENTRO DE LAS RELIGIONES
El Concilio Vaticano II tuvo el atrevimiento de hacer tal sugerencia, abriendo así el camino para un salto progresista en la teología católica de las religiones. Por primera vez en la historia de la Iglesia una declaración del magisterio admitía el valor y la validez no simplemente de los no cristianos, sino de las mismas religiones a las que pertenecen. Karl Rahner explicó lo que aparecía implícito en la «declaración sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas»: los otros senderos religiosos son, o pueden ser, «vías de salvación... positivamente dentro del plan salvífico de Dios». Rahner, cuyos anteriores escritos se hallan en el trasfondo de la declaración conciliar, articula la versión más común de la teología católica de las religiones. Sus bien conocidas opiniones se apoyan en tres pilares: teología, antropología y cristología.
Desde el punto de vista teológico, si los cristianos proclaman la voluntad salvífica universal de Dios, deben afirmar también que Dios ofrece su gracia salvífica a todo ser humano. Desde el punto de vista antropológico, y por razón de la naturaleza esencialmente sociocultural de la humanidad, la oferta de gracia que hace Dios tanto al cristiano como al hindú ha de ser eclesial, es decir, integrada en alguna forma sociocultural. Ciertamente, concluye Rahner, podemos esperar que las religiones del mundo proporcionen esta mediación eclesial de la gracia salvífica universal.
Sin embargo, desde el punto de vista cristológico, los cristianos deben afirmar algo más acerca de la gracia; se trata siempre de la gracia de Cristo. Como «causa final» u objetivo intencional de toda la actuación ad extra de Dios, Jesucristo es simultáneamente causa constitutiva y cumplimiento final de la experiencia de gracia de todo ser humano. Por consiguiente, todos los hindúes o budistas que tienen experiencia de la gracia a través de sus religiones son «cristianos anónimos»: tocados por Cristo y orientados hacia él y su Iglesia. Rahner propuso esta teoría del cristianismo anónimo no con el fin de proclamarlo a los que se hallan fuera de él, sino directamente a los que se hallan dentro, para convencer a los cristianos de que la presencia salvífica de Dios es «mayor que las personas y la Iglesia».
Con todo lo revolucionario que fue el modo de ver a Cristo dentro de las religiones que tuvo Rahner, resulta que termina siendo tan sólo un visto bueno parcial y provisional. Las demás tradiciones mantienen su validez únicamente hasta que se haga presente el cristianismo y el evangelio (lo que, según nos recuerda Rahner, no es tan fácil conseguirlo). Los cristianos anónimos tienen que llegar a ser abiertamente cristianos y miembros de la Iglesia. Solamente entonces logra satisfacerse su innata búsqueda de un «salvador absoluto»; sólo entonces tienen la seguridad necesaria para un compromiso total; sólo entonces se les presenta la mejor oportunidad de obtener la salvación final. Por tanto, después de todo, las religiones no tienen ningún valor en sí mismas, sino que simplemente se reducen a ser una praeparatio evangelica, una preparación para el evangelio. La teología de Rahner respecto a las religiones, con su apertura de una nueva visión y sus tradicionales restricciones, encarna la visión católica más generalizada y es respaldada por teólogos como E. Schillebeeckx, P. Rossano, A. Dulles, R. McBrien (aun cuando posiblemente no empleen expresamente su teoría de cristianos anónimos).
III. CRISTO POR ENCIMA DE LAS RELIGIONES
Durante las últimas décadas, numerosos teólogos han inaugurado una nueva fase en la evolución de la teología católica respecto a las religiones. Constatan que el modelo «Cristo dentro de», en particular la teoría de un cristianismo anónimo, no se corresponde sencillamente con la experiencia que ellos tienen de otros creyentes. Dichos teólogos no perciben en esas tradiciones ni una presencia oculta de Cristo ni tampoco una subconsciente búsqueda de un salvador absoluto en Jesús. Calificar de antemano como cristianos a los budistas no sólo es una ofensa para ellos, sino que también empaña la imagen que pueden tener los cristianos de lo que pudiera haber de auténticamente nuevo y valioso en el budismo. Por último, definir como cristiano algo que está presente solamente de forma anónima e invisible es una conculcación de la cualidad social, esencialmente visible, de la religión cristiana.
Según este nuevo modo de ver el problema, no es necesario que Cristo esté presente en esas religiones para que puedan ser válidas, ni tampoco tienen por qué estar orientadas a la revelación cristiana o ser una preparación para ella. Esta perspectiva busca aceptar a las otras tradiciones como vías independientes de salvación. Por consiguiente, Cristo no es causa constitutiva de la gracia salvífica ni es la Iglesia necesaria para obtener la salvación. La finalidad primordial de la Iglesia no es traer, sino revelar y promover el reino de Dios, que ha ido tomando cuerpo desde el principio de la creación. Y, puesto que posiblemente Dios tenga algo más que decir y hacer de lo que dijo e hizo en Cristo, de ahí que los cristianos entablen un diálogo con las otras religiones no sólo con el fin de enseñar, sino también de aprender: para aprender, quizá, aquello de lo que jamás han tenido conocimiento en su vida.
Al esforzarse por encontrar una teología de las religiones más abierta y progresiva, este planteamiento da la impresión de afirmar más de lo que puede probar. La mayoría de los teólogos descontentos del modo en que Rahner prejuzga a las otras tradiciones, calificándolas de provisionales, dependientes o «anónimamente cristianas», aún sostienen que Jesucristo es la revelación completa, final y, consiguientemente, normativa para todos los pueblos. En otras palabras: si Cristo deja de ser la causa constitutiva de la gracia, ya no necesita estar dentro de las religiones para hacerlas válidas, todavía permanece por encima de ellas en cuanto norma por la que se juzga su validez y en la que encuentran su plenitud. Las religiones pueden disfrutar de validez propia, pero se trata de una validez deficiente, incompleta.
Diversas son las razones aducidas respecto a por qué deben ser defendidas la norma y finalidad de Cristo. Küng argumenta que sólo con Cristo como «catalizador crítico» pueden adaptarse las otras religiones a nuestro moderno mundo técnico. Otros mantienen que, sin alguna norma final, la humanidad terminará por ahogarse en un relativismo histórico. No obstante, para la mayoría de los referidos teólogos, la razón capital de su insistencia en la finalidad de Cristo se debe a su deseo de permanecer fieles a la tradición cristiana y a su experiencia de un Jesús esencial para la salvación de nuestra condición humana. Dicho de otro modo: la finalidad y singularidad de Cristo son un dato imprescindible de la fe cristiana, el cual debe ser proclamado a todo el mundo, al menos como una «postura amistosa» (Hellwig).
A mi entender, este modo de ver a Cristo no contra o dentro de, sino como normativamente por encima de las religiones, se ha generalizado entre los teólogos católicos de nuestros días; aunque adoptando distintas formas, aparece en H. Küng, H. R. Schlette, M. Hellwig, W. Bühlmann, A. Camps y P. Schoonenberg.
IV. CRISTO CON LAS OTRAS RELIGIONES
He aquí cómo nos encontramos en la encrucijada aludida anteriormente. Un pequeño pero creciente número de teólogos católicos sugieren que una nueva aproximación a otras religiones es no sólo posible, sino necesaria. La mayoría de ellos son reconocidos veteranos del diálogo. De acuerdo con su experiencia en el diálogo con otros creyentes y de su esfuerzo por comunicar la palabra de Dios manifestada en Jesucristo, han descubierto que las citadas teologías católicas de las religiones o bien no son efectivas en la práctica, o bien se tornan inadvertidamente en algo carente de ética. Cuando uno de los interlocutores en el diálogo insiste, por más cortés y delicadamente que lo haga, en que es él quien posee la normativa y última palabra, tal diálogo sólo puede terminar como el del gato y el ratón (Maurier, Puthiadam). Los modelos de diálogo con otras religiones del «Cristo dentro de» y del «Cristo por encima» de ellas se asemejan, en gran manera, al modelo de desarrollo seguido por el mundo industrializado en la promoción del bienestar económico del Tercer Mundo; como han hecho notar los teólogos de la liberación, ese tipo de desarrollo lleva sutilmente a una dependencia y subordinación mayores más que a una auténtica liberación. En realidad, es una forma de neocolonialismo (Pieris, Ruether).
Por lo mismo, estos teólogos proponen un modelo que contempla a Cristo con las otras religiones y guías religiosos. Más aún que en el modelo anterior, dichos teólogos proponen decididamente la posibilidad/probabilidad de que, del mismo modo que ocurre con Cristo y el cristianismo, las demás tradiciones tengan también su validez propia y disfruten de un lugar específico bajo el sol. Conforme sugiere el mito de la torre de Babel, es posible que lo que Dios quiera sea el pluralismo. Verum (verdad) puede no identificarse con unum (unidad) (Panikkar). De modo más concreto y nada cómodo, el budismo y el hinduismo pueden ser tan importantes para la historia de la salvación como pueda serlo el cristianismo, y otros reveladores y salvadores pueden ser tan importantes como Jesús de Nazaret. Sin duda alguna, esto es una encrucijada.
Tan sólo puedo mencionar, no explicar, los diversos planteamientos teológicos en los que se contempla a Cristo a una con las otras religiones, más que contra, dentro o por encima de ellas:
1. Algunos teólogos (Maurier, Puthiadam, Thompson, Knitter) sugieren que todas las religiones del mundo constituyen un «pluralismo unitario» o una «coincidencia de contrarios» en que cada uno aporta una «singularidad complementaria». Cada religión (o guía religioso) es única en su género y decisiva para sus seguidores; pero también tiene una pertinencia universal para otras religiones. Dicho de otra manera: la singularidad no es ni excluyente («contra») ni incluyente («dentro de» o «por encima de»), sino que está esencialmente referida a («con») otras religiones. Por consiguiente, la cuestión no se reduce sencillamente a que se den muchos y distintos senderos que lleven a la cima del monte Fuji; todos ellos deberán entrecruzarse y aprender unos de otros, si es que han de llevar el camino hacia la meta.
2. Los teólogos empeñados en el diálogo con el judaísmo (Ruether, Pawlikowskí) adoptan un tratamiento más cristológico. Dolorosamente conscientes de cómo los modos tradicionales de ver a Cristo han suscitado un concepto «suplantador» o subordinante del judaísmo, instan a los cristianos para que modifiquen su idea de Cristo como el Mesías definitivo. Se comprende mejor a Jesús no como definitivo, sino como «proléctico» o anticipador: tendiendo al reino más que dándolo por realizado. Se le comprende mejor como «paradigmático» que como «normativo». Las normas tienden a presentarse en forma de «solo» y «exclusivo»; los paradigmas pueden ser múltiples y complementarios.
3. Panikkar enfoca la cuestión valiéndose de la antigua cristología del Logos, esforzándose por distinguir entre el Cristo universal (Logos) y el Jesús histórico. Indudablemente, los cristianos pueden y deben proclamar que Jesús es el Cristo, pero no pueden afirmar alegremente que el Cristo es Jesús. El Cristo/Logos supera al Jesús histórico. El Cristo puede mostrarse de formas distintas, pero realmente, en otras tradiciones y guías religiosos históricos, además de hacerlo en Jesús.
4. Un modo de cimentar y justificar este nuevo punto de vista es verlo como el estadio más reciente de la evolución «natural» dentro de la teología católica de las religiones que, partiendo del eclesiocentrismo (Cristo/Iglesia contra las religiones), siguió al cristocentrismo (Cristo dentro o por encima de las religiones), llegando ahora, finalmente, al teocentrismo. Ya no es la Iglesia (en cuanto necesaria para la salvación) ni Cristo (en cuanto norma de salvación), sino Dios, en cuanto misterio divino, quien se constituye en centro de la historia de la salvación y el punto de partida para el diálogo mutuo entre las religiones (Knitter).
Los patrocinadores de esta nueva orientación insisten en que permanecen fieles a la esencia de la tradición cristiana al continuar afirmando que Dios ha hablado realmente en Jesús y que su mensaje debe llegar al conocimiento de todos. Sólo que no obliga realmente. Por tanto, los cristianos pueden estar totalmente comprometidos con Jesucristo y, al mismo tiempo, completamente abiertos al posible mensaje que Dios envíe a través de otras religiones. ¿O no es así? ¿Se conserva la tradición cristiana en este nuevo modelo o se la mutila? Tal vez puedan ayudar a dar contestación a estas preguntas las intuiciones de la teología de la liberación.
V. TEOLOGIA DE LAS RELIGIONES Y TEOLOGIA DE LA LIBERACION
Tendría sumo gusto en mostrar cómo los teólogos de las religiones pueden valerse, con gran provecho, del método de la teología de la liberación, particularmente en lo que se refiere a explorar y sopesar el nuevo modelo del «Cristo con las demás religiones». Al hacer estas sugerencias estoy instando a poner por obra un más amplio diálogo entre dos de las manifestaciones más pertinentes y creativas del pensamiento católico actual y, no obstante, diferentes entre sí. Ha existido poco diálogo entre los teólogos de las religiones, que intentan responder al problema del pluralismo religioso, y los teólogos de la liberación, que hacen lo mismo, pero referido al problema, aún mayor, del sufrimiento y de la injusticia. No obstante, en los últimos años está haciéndose más evidente la imperiosa necesidad que ambas teologías tienen la una de la otra. Los teólogos de la liberación están percatándose de que la liberación económica, política y, de modo particular, la nuclear es una empresa demasiado grande para una sola nación, cultura o religión. Se hace necesaria una intercomunicación cultural y religiosa de la teoría y de la praxis de la liberación. Por su parte, los teólogos de las religiones admiten que no es auténticamente religioso el diálogo entre las religiones en el caso en que no fomente el bienestar de toda la humanidad.
Tengo que insistir una vez más en que tan sólo puedo ofrecer un «boceto» de lo que podría ser una teología de la liberación aplicada a las religiones.
1. Los teólogos de la liberación se guían por una cierta «hermenéutica de la sospecha», es decir, una viva conciencia de la proclividad que muestra toda doctrina a convertirse en ideología; en un medio de promover los intereses propios a expensas de los de los demás; tal doctrina, elevada a la categoría de ideología, siempre necesita ser revisada. Haciendo suya semejante hermenéutica, una teología de la liberación, aplicada a las religiones, hará ver la necesidad de revisar los modelos católicos tradicionales y el modo como, quizá inadvertidamente, han oprimido a otras religiones, haciéndolas sentirse inferiores.
2. Comenzando por la opción preferencial por los pobres de la teología de la liberación, los teólogos de las religiones pueden esclarecer, tal vez corregir, el punto de partida teológico al igual que la meta que persiguen con los esfuerzos que realizan para comprender y dialogar con otras tradiciones. La opción preferencial sugiere que lo que hace posible el que las diversas religiones hablen unas con otras (diálogo) y se comprendan (teología) es la preocupación común de todas ellas y los variados esfuerzos que llevan a cabo en favor de la «salvación» o liberación de todas las personas, de modo particular de las más pobres y atribuladas. Lo cual significa que el fundamento y el mayor interés para cualquier valoración que se haga de las otras religiones no es su relación con la Iglesia (eclesiocentrismo), con Cristo (cristocentrismo) o incluso con Dios (teocentrismo), sino más bien qué es lo que llevan a cabo en pro de la salvación o bienestar de la humanidad. Tal enfoque implica que allí donde las religiones no compartan esa inquietud por el bienestar de la humanidad, se hace imposible el diálogo y hasta ni merezca la pena.
La evolución de la teología católica de las religiones, mencionada anteriormente, deberá avanzar más allá del teocentrismo para llegar hasta el soteriocentrismo. Tal paso toma muy en serio las críticas dirigidas, con toda justicia, contra las teologías teocéntricas, ya que, al proponer insistentemente a Dios como base común para el diálogo, los cristianos están imponiendo, implícita pero imperialísticamente, su propia concepción de la divinidad sobre la de otras religiones, algunas de las cuales, como sucede con el budismo, probablemente ni siquiera sientan deseos de hablar de Dios o de la trascendencia.
3. La teología de la liberación insiste en que la praxis es simultáneamente origen y confirmación de la teoría o doctrina. Todas las creencias de los cristianos y las reivindicaciones que hacen de la verdad deben provenir de la praxis y luego han de verse igualmente confirmadas por esa praxis, experiencia viva y personal de tales verdades. Aplicando esto a la teología de las religiones, significa que los cristianos pueden alegar que Jesús es la Palabra definitiva y la norma dada por Dios para todas las religiones solamente en y mediante la praxis dialogante con otras religiones. Sólo en semejante encuentro pueden experimentar y confirmar la normatividad de Cristo. Sin embargo, todavía no se ha realizado tal praxis de diálogo interreligioso; a decir verdad, tan sólo se ha comenzado. De lo que se desprende que la teología de las religiones no tendrá más remedio que admitir que, de momento, es imposible alegar la finalidad y normatividad de Cristo o del cristianismo.
4. La insistencia que hace la teología de la liberación en la primacía de la ortopraxis sobre la ortodoxia hace ver a los cristianos que si las reivindicaciones de la finalidad de Cristo y el cristianismo no son posibles, tampoco son necesarias. El interés primordial de una teología de las religiones no debería ser la «creencia recta» acerca de la singularidad de Cristo, sino la «práctica recta» puesta por obra conjuntamente con otras religiones, de llevar adelante el reino y su sotería (salvación). Además, los cristianos no necesitan la diafanidad ortodoxa de que Jesús es la norma «única», «final» o «universal» para experimentar y comprometerse totalmente con la verdad liberadora de su mensaje. No son los que dicen «¡Señor, Señor!» los que entrarán en el reino, sino los que ponen por obra la voluntad del Padre (Mt 7,21 23).
5. Esta ortopraxis de diálogo con otras religiones y el esfuerzo por promover aunadamente la sotería de la humanidad pondrá a disposición de la teología «liberacionista» de las religiones los medios oportunos para discernir no sólo si las otras religiones pueden ser «vías de salvación», sino incluso en qué medida pueden serlo. Las conoceremos por sus frutos éticos y soteriológicos. A través de tal hermenéutica podrán encontrar los teólogos motivo para proclamar a Cristo como liberador totalmente singular y normativo, como quien aúna y corona todos los esfuerzos realizados en pro de una humanidad cabal. O puede que se descubra que también otras religiones y guías religiosos ofrecen unos medios y una visión de la liberación pareja a la de Jesús. En cuyo caso, Jesús sería único conjuntamente con otros liberadores únicos, lo cual sería motivo de regocijo cristiano. «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro» (Mc 9,40).
De acuerdo con la teología «liberacionista» de las religiones, tal vez no sea tan importante, en última instancia, el hecho de si se realiza o no el citado discernimiento ortodoxo respecto a la singularidad y finalidad, con tal de que, a una con todos los pueblos y todas las religiones, busquemos primero el reino y su justicia (Mt 6,33).
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